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Retrospectiva: Robert Gardner - Entrevista

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Un chamán del cine etnográfico

Entrevista con Robert Gardner en México

por Carlos Flores y Antonio Zirión*

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En esta conversación Robert Gardner habla de sus películas y de los proyectos que nunca realizó. Nos platica sobre los grandes maestros que influyeron en él, como Luis Buñuel y Robert Flaherty, sobre el trabajo de otros cineastas etnográficos, como Jean Rouch y su cinéma vérité, y los precursores del movimiento del cine directo norteamericano. Ahonda en cuestiones filosóficas –principalmente éticas y epistemológicas– relacionadas con el cine documental, como el problema de la representación de la realidad, la no siempre clara división entre la ficción y la no-ficción, y la importancia de la experiencia estética como forma de conocimiento. Asimismo, da cuenta de su relación con destacadas personalidades de Latinoamérica, como Octavio Paz, Nicolás Echevarría y Jorge Prelorán. Uno de los aspectos más interesantes de esta conversación es que sale a relucir en ella el lado antropológico de este autor, quien expresa, por ejemplo, su opinión con respecto a la antropología posmoderna y habla de la relación del antropólogo-documentalista con los sujetos-personajes y con las audiencias. Aborda el tema del sufrimiento, de la condición humana y del cine como una actividad terapéutica que le ha permitido vivir en el mundo y enfrentar sus diversos problemas. Finalmente, habla de las nuevas tendencias y del futuro de la antropología visual y del cine etnográfico. En un momento de la entrevista surge el tema del chamanismo como una fuente de inspiración para Gardner.


Carlos Flores (C.F.)
Jean Rouch dijo en una ocasión que los cineastas lo miraban a él como un antropólogo, mientras que los antropólogos lo consideraban un cineasta. ¿Le pasa esto también a usted? ¿Dónde ubicaría su trabajo?

Robert Gardner (R.G.)

Creo que esto es muy cierto para Jean Rouch, un viejo amigo. Él fue definitivamente ambas cosas. Sin embargo, siento que parte de su trabajo se encuentra más claramente del lado de la antropología. Me parece que él sintió que el cine era más una herramienta para la antropología, que la antropología una herramienta para el cine. Entonces, si tuviera que hacer una distinción entre nosotros, pudiera ser que yo considero a la antropología más como una herramienta para mi producción cinematográfica. Siempre quise utilizar lo que me fuera posible de los métodos e intenciones de la antropología para enriquecer mi cine, para tener un contexto dentro del cual trabajar.

Antonio Zirión (A.Z.)
Como cineasta, ¿qué lo hizo interesarse por la antropología? ¿Cómo empezó a hacer la conexión entre la antropología y el cine?

R.G.
Me adentré en el campo de la antropología a través de la literatura. Cuando vivía en la Costa Noroeste de Estados Unidos leí un libro de una gran antropóloga llamada Ruth Benedict, quien era también una poetisa. No sólo escribía poéticamente sino que además escribió poesía. En su libro Patterns of Culture (1934) hay un capítulo acerca de los kwakiutl, o lo que queda de este grupo de indios nativos de la Costa Noroeste de Estados Unidos. Me llamó mucho la atención la historia de los kwakiutl, cuya extraordinaria cultura se desarrolló y después decayó, no muy lejos de Seattle, donde me encontraba viviendo. Me interesó mucho lo que Benedict decía acerca de su patrón cultural y específicamente sobre la vida que ellos tenían. Desde luego, para cuando yo estaba leyendo el libro, gran parte de esa vida era historia y ya no seguía vigente. Pero aún había unos cuantos grupos pequeños de kwakiutls que vivían en aldeas en Columbia Británica. Así que fui allá, me encontré con uno de estos pueblos e hice dos cortometrajes, Blunden Harbour (1951) y Dances of the Kwakiutl (1951), en los que intenté ser no solamente respetuoso sino fiel a los hechos, es decir, no quise imponerles ningún relato ni trama ficticia.

También fui atraído a la antropología por los escritos de viajeros excepcionalmente perceptivos, como Doughty entre los árabes, Melville entre los melanesios y Levi-Strauss entre los Bororo. Estos y muchos otros autores me abrieron los ojos hacia lugares y pueblos que entonces me eran desconocidos. En cierto momento atravesé por un “shock de reconocimiento”, al darme cuenta de que podía mirar con mis propios ojos lo mismo que aquellos talentosos viajeros; y no sólo a través de mis ojos sino a través de la cámara. Éste fue en realidad mi comienzo en lo que ahora se llama antropología visual.

A.Z.
¿A quiénes considera sus principales influencias?

R.G.

Podría citar numerosas personas que, desde mi infancia, he admirado e incluso he intentado imitar, pero probablemente no fue sino hasta la edad adulta, o alrededor de ella, que cierta gente comenzó a influir en mí de manera importante. Mis influencias más tempranas están relacionadas con el momento en el que me di cuenta, gracias a su ayuda, de que me encontraba en la seria necesidad de examinar mi propia vida y de hacer grandes cambios en la forma en que la vivía. Los más importantes fueron aquellos que insistieron en la idea de que yo era básicamente un iletrado. Necesitaba leer y mirar cuidadosamente lo que el género humano ha creado: arquitectura, pintura, escultura, películas. En ese sentido fueron importantes el poeta Ted Roethke y el pintor Mark Tobey, a quienes conocí cuando era joven en Seattle, a principios de los años cincuenta.

Cuando me mudé a Cambridge, Massachusetts, conocí al poeta Robert Lowell y él inmediatamente me presentó a varios escritores y artistas, incluido Ted Hughes, con quien eventualmente desarrollé el tratamiento de una película. Josep Lluis Sert era una arquitecto de Cambridge que me abrió las puertas a su círculo de amigos españoles, lo que me permitió conocer a numerosos artistas, como Luis Buñuel, quien me invitó a verlo filmar una de sus películas en México. Yo ya estaba por supuesto en deuda permanente con él por haber hecho Las Hurdes: Tierra sin pan (1932) y Los olvidados (1950), y él se convertiría casi en un padre para mí como cineasta. En esos años también conocí a Octavio Paz, quien me puso en contacto con el universo de los chamanes y gurús como ninguna otra persona. Sospecho que él fue la persona más inteligente que he tenido el privilegio de conocer.

También tuve fuertes influencias de gente que nunca conocí, grandes cineastas como Vigo y Tarkovsky o escritores como Melville y Conrad. Hubo, y todavía hay, figuras contemporáneas que me inspiran e influyen. Aquí pondría a Stan Brakhage, Dusan Makaveyev, Christian Boltanski, Sean Scully... La lista es larga.

A.Z.
Comentó que considera a Luis Buñuel casi como su padre, cinematográficamente hablando. ¿Podría platicarnos más sobre esto?

R.G.

Bueno, creo que no me expliqué bien. No es que su forma de hacer películas fuera la misma forma en la que yo iba a hacer cine, a menos que tomemos solamente Tierra sin pan o Los olvidados, que juegan tanto con la realidad como con la ficción. Es decir, si detuviéramos ahí su carrera, sería mucho más como un padre en ese momento que después, cuando empezó a hacer películas con tramas e historias elaboradas. Nadie debería hablar del cine de no-ficción sin mencionar sus primeras películas, incluyendo Un perro andaluz (1929); creo que ahí fue donde él empezó a interesarse en lo experimental y lo abstracto.

También quisiera que la gente sepa que Buñuel una vez me dijo: “¿Sabes? Éste no es el mejor de los mundos posibles”. Creo que quiso decir que debemos estar concientes del hecho de que lo que cuentan las películas de ficción no nos muestra completamente o responsablemente la verdadera historia, porque la verdadera historia es que hay un tremenda cantidad de dolor que ver en el mundo y que estas películas nunca muestran. Y podría citar Tierra sin pan como ejemplo, así como muchas otras películas que seguramente vio y le gustaron. Así que en este sentido sí es un padre para mí. Definitivamente era alguien en quien se podía confiar. Y fue también una figura tan prolífica..., no podía hacer nada mal.

C.F.
Quisiéramos preguntarle sobre su conexión con Latinoamérica y particularmente sobre su trabajo con Jorge Prelorán. Él propuso en los años sesenta un nuevo enfoque en cuanto a la relación con los sujetos, aplicando un método que llamó “etnobiografía”. ¿Nos podría hablar sobre esto?

R.G.
Lo conocí cuando él estaba haciendo su película Imaginero: Hermógenes Cayo (1967). Me cayó muy bien. Él me buscó a través de Alan Lomax, el famoso musicólogo estadounidense que escribió sobre jazz e inventó algo llamado “coreométrica”, “cantométrica” y otras cosas por el estilo, y se convirtió en un célebre científico social así como en un gran artista. Él pensó que a Prelorán le podía servir mi ayuda para terminar su película. A mí me gustó mucho su trabajo. Me pareció encantador en muchos sentidos y también muy poético, histórico, responsable, confiable, en fin, todo lo bueno. Él era una persona muy conciente. Al final nuestros caminos divergieron cuando él se fue a vivir a la Costa Oeste, que queda muy lejos de la Costa Este. En realidad nunca más lo volví a ver después de esta película.

C.F.
Mencionó que Octavio Paz de alguna manera lo introdujo al chamanismo...

R.G.
Pienso que esto es correcto. Quiero decir, su mente era tan capaz, tan enorme en cuanto a su apetito por la sensación, el mundo, los hechos, la historia, la arqueología… todo. Hice un cortometraje en el que él lee el I Ching. Se trata de mi I Ching, es decir, yo hago una pregunta y tiro los dados, lo cual resulta sumamente cautivador. Él estaba profundamente interesado en John Cage, el músico, compositor, comedor de hongos, una persona fantástica que creía apasionadamente que el azar determina mucho de lo que pasa en la vida. A veces no emprendía nada sin antes tirar los dados para saber si debería hacerlo o no.

Pero creo que la pregunta tiene que ver más con lo que significó para mí el interés específico de Octavio Paz en el chamanismo, y cómo lo usé o abusé de él, o un poco de ambos. Bien, Castaneda era muy popular en ese entonces y Don Juan era una gran figura en las vidas intelectuales de quienes nos encontrábamos de alguna manera al margen o nos dedicábamos a partes de la profesión antropológica que no eran centrales a sus propósitos clásicos. Nos interesaban los márgenes de las sociedades, incluida la nuestra, y las formas de navegar en ese ámbito, que podían incluir al chamanismo como una forma de explorar el mundo de la imaginación, la invención y demás.

Bien, yo combiné sin recato varias cosas, como creer que Octavio Paz era realmente un chamán, aun sin ser capaz del vuelo mágico, que creo que es la definición que da Mircea Eliade del verdadero chamanismo. Él estuvo muy cerca de poder volar, por pura fuerza de voluntad, o de moverse a través del tiempo y el espacio utilizando su mente, que era tan inmensa.

Siempre busqué formas para explorar el mundo del chamanismo, y eso fue lo que estimuló mi interés por los ika de Colombia, quienes desgraciadamente no tenían chamanes verdaderos en el sentido clásico, pero sí sacerdotes, un sacerdocio maravillosamente entrenado e imaginativo que hacía algunas cosas que probablemente hubieran hecho los verdaderos chamanes. Ellos se capacitaban durante mucho tiempo. Tenían una inmensa acumulación de conocimiento. En mi película Ika Hands (1988) aparece un Mama, como ellos llaman al sacerdote.

Mi querido amigo Robert Fulton y yo volamos hacia la región de los ika en mi propio aeroplano y aterrizamos en una antigua pista aérea hecha por un piloto alemán de la Luftwaffe, que había escapado de Europa luego de la Segunda Guerra Mundial, huyendo de algún castigo o de sus propias culpas. Él construyó su propia pista aérea, que yo encontré y utilicé. Convencí al Mama, al sacerdote, de que subiera conmigo al aeroplano para ir a la costa a recolectar conchas, lejos de las montañas donde nos encontrábamos. Le pedí que piloteara el aeroplano porque sentí que si él podía volar el avión yo habría logrado cierto progreso en la conexión entre el vuelo mágico y el chamanismo, y otras cosas más. Fue una idea muy mala… no era una idea tan mala para una película, pero sí una mala idea intelectual. Es un asunto del que no me arrepiento ni tampoco creo que haya perjudicado particularmente a la película, pero sí siento que no logré nada haciéndolo. ¡Fue sencillamente estúpido!

Esto sería todo en cuanto a la influencia que Octavio Paz ejerció sobre mí en relación con el chamanismo. Su autoridad sobre mí en otras muchas cosas fue mayor: en literatura, arte, pintura, acerca de este pintor o aquel otro, de cierto poeta o tal otro.

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C.F.
Quisiéramos que nos comente su opinión sobre el trabajo de Nicolás Echevarría.

R.G.
A Nicolás Echevarría lo conocí hace años una vez que vine a México a visitar a los Paz. Nos conocimos en una fiesta. Me dijo que había visto mis películas y yo no sabía cómo lo había logrado, probablemente las vio en Estados Unidos o las había visto en México, no estoy seguro. Nico es una persona excepcional, muy talentosa visualmente. Acabo de visitar una maravillosa muestra de sus pinturas… es realmente maravillosa. En cuanto a su amor por el cine de no-ficción, basta con ver Niño Fidencio (1981) o María Sabina (1979) —por mencionar dos de sus películas que reucerdo vívidamente—, y luego considerar sus esfuerzos frustrados pero verdaderamente excepcionales para hacer películas de ficción. Todas estas cosas, pienso, lo distinguen como un verdadero innovador y un espíritu maravilloso dentro del cine mexicano.

A.Z.
Volviendo a su contexto particular, ¿cuál fue su conexión con el cine directo en Norteamérica? ¿Cómo fue que no formó parte de este movimiento tan influyente durante los años sesenta?

R.G.
Buena pregunta. ¿Al decir “cine directo” te refieres al cinéma vérité?

A.Z.
A su versión norteamericana, al trabajo de Leacock, Drew, Wiseman, Pennebaker, Maysles, etc.

R.G.
Ah, los observacionales. Bueno, todos somos amigos; los conozco perfectamente. Comenzamos nuestra carrera como cineastas más o menos al mismo tiempo. Tal vez Ricky Leacock se nos adelantó por unos diez años. De hecho, como precursor del movimiento del cine directo, él trabajó originalmente en el contexto del cine de ficción con Robert Flaherty. Aunque mucha gente diría que Flaherty era documentalista, también era cineasta de ficción, en el sentido de que se preocupaba por la narrativa y esos asuntos.

Con respecto a mi comienzo, sucedió después que el de Ricky Leacock pero más o menos comencé al mismo tiempo que los hermanos Maysles. Podría decirse que todo comenzó para mí en el cine experimental. Mi primer interés en el cine surgió a través de una familiaridad y amistad con algunos cineastas experimentales, así como por una inmersión en el cine documental clásico; me refiero al cine de Eisenstein, Leni Riefenstahl, Joris Ivens, que fueron algunos de las figuras que hicieron estas primeras magníficas películas de no-ficción. Ellos me hicieron interesarme en tener una aproximación poética a los otros mundos en los que deseaba entrar, como el de los kwakiutl de la Costa Noroeste de los Estados Unidos, cosa que hice antes de que el cinéma vérité se estableciera realmente. El cinéma vérité despegó casi al mismo tiempo que cuando me fui a Nueva Guinea para hacer Dead Birds (1961). Así que no me subí al “barco” del sonido sincrónico (como le solíamos decir). Aunque Ricky Leacock había desarrollado un método y Pennebaker lo usaba de diferentes maneras, yo todavía pensaba en un cine de no-ficción más poético. Entonces Dead Birds nunca se benefició ni se perjudicó por las propuestas del cine directo, porque fue hecha en su totalidad con una cámara que solíamos llamar wild, con el sonido por un lado y la imagen por el otro.

C.F.
De acuerdo, pero de pronto se inventó el sonido sincronizado y aparecieron los equipos más pequeños. ¿Significó algún cambio para usted, en el tipo de narrativa o en el tipo de acercamiento con sus personajes, el hecho de tener tales posibilidades tecnológicas?

R.G.
No, si te refieres a la miniaturización de la tecnología al ponerlo todo en un mismo paquete. No lo consideré una ventaja. De hecho, encontré mayor libertad al poder trabajar con una cámara que no estuviera conectada por un cable, o algún tipo de mecanismo de radio, con otra persona. En el cine directo dependes mucho e incluso estás ligado físicamente con otra gama de sensibilidades: las del sonidista.

Llegué a pensar que había una forma más eficaz de trabajar que el estar amarrado con un mundo de audio directamente conectado con la imagen. Prefería que ambos mundos se mantuvieran aparte. Quería poder trabajar por separado con el mundo del sonido y el mundo visual, reuniéndolos de vez en cuando, por supuesto, pero no forzosamente de forma sincronizada, sino más bien como contrapunto, donde uno trabaja en contra o a favor del otro.

Por ejemplo, Wiseman no filmaba sino grababa el sonido. Quiero decir, él de hecho llevaba una grabadora de sonido y dirigía la película apuntando con su micrófono a lo que quería que la cámara viera. Así que la cámara se encontraba subordinada a las intenciones del sonidista, que en este caso era el director. De todo lo anterior provino este producto directamente integrado del cinéma vérité.

Supongo que fue muy excitante por un tiempo, pero no era verdad 24 veces por segundo, como decía Godard. Era otra forma de interpretar la realidad, eso es todo. Yo simplemente encontré que las oportunidades de darle vida a las cosas pictóricamente se realizaba más productivamente con una cámara que no estuviera conectada al sonido de una forma tan dependiente.

C.F.
Nos interesa saber cómo se aproxima a sus sujetos. ¿Tiene algún equipo trabajando antes de que usted llegue adonde ellos están? O ¿qué nos puede decir del problema del idioma, por ejemplo? Me imagino que esto es diferente dependiendo de cada película.

R.G.
Estás poniendo el dedo en la llaga. Varía dependiendo de dónde quiero hacer algo. Pudiera ser que se requiera un conocimiento previo de uno u otro tipo. Por ejemplo, hice un documental con un gran amigo y estupendo cineasta llamado Hilary Harris, a quien persuadí a que fuera a África conmigo a hacer una película sobre los nuer. Ahora bien, como saben, los nuer son un grupo clásico acerca del cual se había hecho un fino trabajo llamado “Los nuer” (1940) por parte de Evans-Pritchard, el gran antropólogo británico. Entonces aparecí yo, impresionado tras haberlo leído como estudiante de licenciatura; realmente impresionado. Es literatura y es una evocación de la vida de los nuer. No en balde titulamos nuestra película: The Nuer (1971).

Entonces, aquella fue una ocasión en la que yo ya tenía bastante información. Ahora bien, esto no significó necesariamente que estuviera familiarizado con la situación a la que iba, ya que Evans-Pritchard escribió el libro en los años treinta o cuarenta, y yo fui allí en los setenta. Así que las cosas habían cambiado, pero aún así, suficientes elementos seguían igual y en mi muy posterior encuentro con los nuer pude hallar evidencias de lo que él había escrito. Así que me beneficié del trabajo de Evans-Pritchard, por supuesto. Sin embargo, no había nadie que hubiera ido antes que yo como parte de un equipo de avanzada ni nada de eso.

Tomemos otro ejemplo: Ika Hands, que desde mi punto de vista no es un gran documental. No es un largometraje, es una película que dura más o menos una hora, acerca de una parte apenas conocida de Colombia. No obstante, ya existía un antropólogo talentoso e increíblemente conocedor que había escrito sobre ellos, así que nuevamente pude recopilar un poco —y enfatizo: un poco— de información sobre este pueblo antes de ir con ellos. Pero al final fue en buena medida un encuentro con lo desconocido. Tuve que abrirme paso en gran parte por mí mismo.

C.F.
Como cineasta, ¿qué historias está contando, las suyas propias, las historias de sus personajes, o se trata tal vez de una comunión entre ambas?

R.G.
He tratado de salirme con la mia diciendo que mis películas son historias en el sentido de que tienen comienzos, partes medias y finales. Hubo un día en que empecé la película sobre Benares, India, y un día en que la terminé, pero siempre esperé que tuviera cierta unidad, unidad en cuanto a su narrativa. Lo mismo en el caso de Dead Birds. Tal vez esto sea menos cierto para Rivers of Sand (1974), que es más tipo collage que una historia lineal. El cortometraje Passenger (1998) tiene una narrativa lineal, porque empieza con un lienzo vacío y termina cuando está acabado, lo cual es ya una historia, la historia de dicho lienzo, además de ser el relato de este hombre haciendo cierto tipo de trazos para terminar al final con esta pintura particular.

Ahora bien, para ver si son mis relatos o los de alguien más, tomemos el mismo ejemplo. En Passenger lo que sucedió fue que Sean Scully, el pintor, comenzó su trabajo y yo lo seguí, registré lo que hizo. Sin embargo, en la edición también alteré enormemente la secuencia de lo que él estaba haciendo. Es decir, fui hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, repetí pasajes, los hice más lentos o los aceleré. Tenía las herramientas para manipular en gran medida la realidad que estaba allá afuera, y que aparentemente era muy simple: un estudio, nadie en su interior excepto Sean Scully, otra persona, Bob Fulton, y yo, luz entrando por unas cuantas ventanas, el lienzo en la pared… algo muy simple. Sin embargo, tampoco es tan simple; crear algo a partir de ello es complejo y no se da automáticamente; si se diera así entonces no sería realmente conciente. Entonces la historia provino de las circunstancias, que fueron las que describí como un estudio vacío con un pintor en su interior, el azar, que fue todo aquello que afectó lo que sucedía frente a mis ojos o frente a la cámara, y mis intenciones, que pretendían examinar cómo emergen los sentimientos y el talento del artista para dejar una marca, y no sólo una marca sino una serie de trazos que se convirtieron en una pintura.

Escribí un libro sobre el cine de no-ficción en donde hablo de estos elementos, se titula: “Intención, azar y circunstancia en el cine de no-ficción” (2001). Son simplemente cosas con las que, como cineasta, tienes que enfrentarte, con las tres, todo el tiempo.

C.F.
¿Cuando está en el proceso de hacer un documental, piensa en su audiencia potencial?

R.G.
No, no pienso en la audiencia, honestamente no lo hago. Soy muy egoísta en ese respecto. Sólo pienso en hacer aquello con lo que pueda vivir después; aquello que pueda disfrutar como algo que ha sido una buena experiencia, en vez de una mala. He tenido bastantes malas experiencias haciendo películas. Tengo varias, tres, cuatro, cinco películas que empecé y nunca terminé. De hecho, estoy ahora trabajando para completar algunos de estos proyectos inacabados. Estoy seguro de que hay otros cineastas en la misma situación, cineastas independientes. No me refiero a la gente en el mundo comercial, ya que ellos siempre tienen que terminar algo, y si no lo hacen no les pagan. Pero si yo no termino una película, sólo la pongo en el armario y a nadie le importa si la termino o no. No me pagan por metro de película ni nada por el estilo. En tales experiencias, que por ahora permanecen en el armario, viejos rollos de película que no he terminado de ensamblar como un producto final, existen posibilidades para nuevas películas. Algo todavía podría surgir de ellas. Alguien me dijo una vez: “pero eso ya es parte del pasado”; en efecto, de hecho no pertenece al presente y claramente tampoco al futuro. Ninguna fotografía, ninguna imagen de naturaleza fotográfica, incluyendo el cine, es parte del presente. Siempre, una vez hecha se vuelve parte del pasado. Por lo tanto, siempre estoy lidiando con el pasado y no creo que esto sea un problema. Es simplemente la naturaleza de las cosas. El tiempo fluye y el cine no puede seguirle el paso.

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C.F.
El llamado “giro antropológico” o la “crisis de representación” de finales de los años setenta y ochenta empezó a examinar críticamente aspectos como la autoridad del autor, la construcción compartida del conocimiento y el silenciamiento de los sujetos en muchos textos antropológicos. Tales corrientes emergieron al interior de la antropología después de que usted hiciera sus primeras películas, pero ¿lo han influido de alguna forma en sus producciones recientes o lo han hecho reflexionar sobre cuestiones de representación en torno a su propio trabajo anterior?

R.G.
No conozco a nadie que me haya enseñado mejor cuán importante es la observación y cuán importante es la representación, ya sea con palabras, fotos, cine o cualquier otra forma de representación, que Clifford Geertz. Su trabajo sobre la pelea de gallos en Bali me parece una prueba maravillosamente clara de lo mucho que podemos aprender usando nuestros ojos. Por supuesto, él le dio una forma literaria intersante, la de un artículo, un libro. Así que en ese caso la representación está en las palabras, aunque la observación es por supuesto visual. Él no hubiera podido hacer dicho trabajo sin sus ojos. Siempre he tratado de imaginarme una antropología ciega, ¿qué estarían haciendo los antropólogos todo el día, sería posible? Supongo que los oídos podrían entrenarse para oír cosas que la gente ordinaria no logra oír. Pero los antropólogos deben de tener la capacidad de ver cosas que la gente común no ve.

Creo que lo que he intentado hacer en cuanto a reducir la crisis que puede existir en la representación, es encontrar en el lenguaje del cine formas para ver mejor las cosas, de manera más provocativa, sugerente e informativa. Si en una representación general de una cultura o alguna subcultura es posible encontrar por la vía intuitiva o con métodos de observación razonables y objetivos algo que la gente no había notado o de cuya importancia no se había dado cuenta, entonces pienso que la antropología visual habrá demostrado su valor. No deberíamos tener tantas dudas acerca de la autenticidad de los medios de representación. ¿Qué otra cosa tenemos? Pienso que todo lo que los antropólogos tienen es su sensibilidad. ¿Qué más tengo aparte de mi vista, mi oído, mi sensibilidad, mis prejuicios, todo esto? No hay forma de progresar en este juego de “tratar de ubicarse” que es la antropología, más que utilizando nuestra sensibilidad. Nuestra sensibilidad es necesariamente subjetiva, además de ser intuitivamente prometedora e incluso correcta y sugerente, imaginativamente hablando, lo cual también es algo prometedor.

A.Z.
A este respecto, ¿de qué formas puede contribuir el cine al conocimiento de otras culturas y de la humanidad en general?

R.G.
Básicamente, creo que a través de la habilidad de la audiencia de entrar en lo que se revela ante ellos en una pantalla con imágenes en movimiento y casi llegar a ser parte de ello. Por ejemplo, Robert Flaherty hace imágenes en movimiento de esquimales y cuenta una historia acerca de ellos que es vista y absorbida por sus audiencias. La gente ve la humanidad en lo que se le muestra y comienza a comprender que hay una conexión entre aquellos que ve como sombras y ellos mismos. Esta capacidad maravillosamente intensificada del cine para generar respuestas en sus espectadores es casi única en las artes. La producción cinematográfica debe hacer accesible la humanidad de otros. Sin embargo, este acceso a los sentimientos y pensamientos de la gente no se consigue automáticamente. En otras palabras, se necesita talento visual de un tipo particular, un tipo que depende tanto de la empatía como de la destreza en la realización.

C.F.
Hay un video en internet donde Octavio Paz y usted están viendo “Ika Hands” en un pequeño monitor. Allí usted le comenta: “Sé bastante acerca de una cultura nada más con verla”. Me imagino que usted se refería a algún tipo de intuición. Supongo que algunas veces uno no necesita conocer un idioma, o al menos un idioma verbal, un idioma racional, con el fin de entender ciertas cosas. ¿Podría hablarnos un poco más de esto?

R.G.
Bueno, esa es una pretensión muy grande. ¿Sólamente por estar viendo algo lo estoy entendiendo? Posiblemente lo entiendo en forma limitada. El mero título de la película, Ika Hands, de hecho muestra lo que hallé, algo que consideré una intuición importante. Lo que me pareció significativo es la manera en la que ellos daban forma a las cosas con sus manos, y la manera en que utilizaban sus manos para comunicarse. Pienso que el hecho de ser un testigo no participante sí requiere de un juicio intuitivo, una sensibilidad intuitiva, para encontrar evidencias significativas –esta es una palabra terrible–, sugerentes, evocadoras, sobre la naturaleza de una cultura. Siento que esto me pasó con frecuencia en India durante la filmación de Forest of Bliss (1986), cuando entendí la importancia de las caléndulas, del bambú y cosas por el estilo. Pero por simples que fueran, todos estos elementos están intrincadamente entrelazados en los aspectos más profundos, ritualmente intensos y sagrados de sus vidas. Estos materiales tan simples son formas de introducirse en algo mucho más complejo.

C.F.
Como antropólogos visuales a veces encontramos problemas con narrativas, lenguajes, estilos y formas de hacer las cosas, porque se entremezclan conceptos como ciencia, objetividad, subjetividad, arte, etc. ¿Cuáles cree que son las contradicciones más fuertes entre la academia y el cine?

R.G.
No creo que exista alguna dificultad en especial entre la academia y el cine que no ataña también a la literatura o la pintura y la academia. Existen lugares par ir a aprender cómo pintar y lugares para aprender cómo escribir un verso, y generalmente son espacios académicos. Por eso no pienso que haya un choque inevitable entre estas dos perspectivas que revelan la vida humana. Es decir, se necesitan tanto conocimientos como talento visual o verbal de algún tipo.

A.Z.
En ese sentido, ¿cuál es el papel de la estética en la antropología? ¿Qué tan importante es en el cine etnográfico y para su propio trabajo?

R.G.
Si por “estética” te refieres a las consideraciones del arte en sus variadas formas, me queda claro que hay un lugar importante para la estética en la antropología. La antropología pretende buscar el sentido de la vida humana observándola de cerca y, en última instancia, poniendo lo que encuentra en palabras (o en imágenes). Ésta es una actividad que para lograr mejores resultados depende de una mente exigente y de capacidad expresiva. Estos son los elementos esenciales de cualquier arte, ya sea tocar piano o filmar. Si la meta de la antropología es intentar revelar los significados de nuestra conducta, ¿cómo podría prescindir de la dimensión estética? A veces siento que en este debate los críticos en ambos lados cometen el error de pensar que la ciencia se opone o es incompatible con el arte, y viceversa. Desde mi punto de vista, coexisten sin ninguna dificultad. Propondría mis propios trabajos como ejemplos de por qué la “estética” no debe ser ignorada.

Julia Yezbick
Me parece muy interesante cómo describe el cine de no-ficción, la forma en que usted lo hace, como poético. Quizá pueda hablar un poco más acerca de este tipo de cine. ¿Cuál sería su propósito en tanto una aproximación opuesta al intento de captar realmente la verdad?

R.G.
Creo que ‘poético’ no es una palabra tan apropiada y no creo que yo deba seguir usándola tanto. Lo que quise decir es que hay poesía en el cine, que el cine puede hacer poesía a su propio modo. Supongo que cada vez que se hace una película sobre una cultura se traspone la realidad por medio de la expresión artística. Esto es justamente lo que me interesaba del cine de no-ficción y lo que todavía me interesa hasta hoy. De hecho, es una forma, un uso de la propia sensibilidad, que tiene resultados maravillosos. Encontrar hechos es una labor mucho más difícil, bueno, no más difícil pero diferente, y quizás también más difícil, porque creo que nunca es posible referirnos a algo como ‘verdadero’. Está bien verlo como una aproximación, como un ejemplo o como una expresión. Pero creo que sería frustrante como cineasta si creyeras que tienes que capturar la verdad. Creo que la única verdad reside en tu experiencia de aquello que está allá afuera en el mundo frente a ti.

Primo Levi es el hombre que escribió Survival in Auschwitz (1958) después de haber atravesado por la experiencia de sobrevivir en Auschwitz. Una vez dijo (espero estar citándolo correctamente): “uno siempre debe desconfiar de la veracidad de la evidencia documental”. Afirmar que cualquier cosa, incluyendo una fotografía que tomes de un campo de concentración, tiene un dudoso valor documental, resulta especialmente sorprendente cuando proviene de alguien como Levi. Lo que quiere decir, y estoy seguro de esto porque él mismo lo explica, es que la única verdad radica en tu propia experiencia, que primero vives algo y sólo después se convierte en algo que puedes llamar real, algo que incluso podrías llamar verdadero. Esto cobró un gran significado para mí porque comencé a mirar las diversas representaciones del mundo, que utilizan varios tipos de escritura o cine, con un poco más de suspicacia.

C.F.
Quisiéramos preguntarle acerca de lo que el sufrimiento significa para usted como cineasta. Por ejemplo, usted ha estado en medio de guerras y ha sido testigo de injusticias. ¿Ha cambiado de alguna manera, existencialmente hablando, por haber filmado estas situaciones?

R.G.
Oh, pienso que esto definitivamente me ha cambiado. Me he vuelto muy cercano a la gente que sufre, gente que sobrelleva dolor de una forma u otra. Tuve un primer título para el documental que hice sobre los hamar, que era Creatures of Pain. Ahora bien, en inglés existe un significado sutil de la palabra criatura [creature]. Todos somos criaturas, pero la palabra también significa, por lo menos para mí, que nosotros hacemos que algo suceda en nosotros mismos, que haya creación en nosotros. Pienso que cuando creamos una condición de dolor nos volvemos víctimas y tenemos que ser considerados como criaturas de dolor. No creo que exista ninguna sociedad en el mundo que no tenga que enfrentarse a la presencia del dolor en su vida, ya sea un dolor impuesto sobre ellos o un dolor infligido sobre sí mismos. Así que éste es un asunto contemporáneo, pero también se trata de una dimensión de la expresión humana, que es, me parece, importante para comprender uno de los elementos más importantes de nuestra condición. La condición humana está determinada por el dolor, un dolor creado por nosotros mismos o resultado de nuestra involucración pasiva.

Sin embargo, pienso que he logrado evitar caer en crisis en la medida en que me mantuve filmando. El hacer películas de alguna manera me permitió mantener el rumbo. No tengo idea de lo que me habría pasado si no hubiera sido así. No iba a ser pintor, ni tengo talento musical, con excepción tal vez de un sentido del ritmo, que es necesario para editar una película. Pero el entusiasmo de ser capaz de expresar mis propios sentimientos acerca de otra gente y otras situaciones que, superficialmente, son muy diferentes de las mías propias, pero profundamente son las mismas que las mías, fue siempre suficiente para seguir avanzando. Hubo momentos en Nueva Guinea, durante ese gran esfuerzo por producir mi primer largometraje, en que ciertamente me involucré tanto en la vida de esta gente, que me parecía inconcebible no estar allí y participar en sus experiencias. Pero la única forma en que podía participar era filmando, y de esa forma pude entenderlos, o empezar a entenderlos.

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A.Z.
¿Cuáles considera las tendencias más importantes en la evolución del cine de no-ficción en las últimas décadas? ¿Cómo se imagina el futuro de la antropología visual y el cine etnográfico?

R.G.
Creo que ha sido positiva la tendencia a relajarse acerca de asuntos inútiles como la “autenticidad”. Se han desdibujado las líneas entre la ficción y la llamada no-ficción, lo cual es esencial para la liberación del cine de su prisión doctrinal. Me gustaría pensar que el futuro del cine etnográfico comprenderá el abandono de esta forma de referirse a cualquier filme. Crear una categoría de cine “etnográfico” dificulta los esfuerzos para explorar cinematográficamente la condición humana. Usar este término beneficia sólo a los dogmáticos que prefieren ignorar el hecho de que todos somos miembros de una misma humanidad.


C.F.
¿Hay algo de qué lamentarse? ¿Algo que le hubiera gustado hacer y no hizo, o algo que hizo pero preferiría no haberlo hecho?

R.G.
Oh, sí hay algunas cosas por allí. He armado cuatro proyectos para hacer películas de ficción. Eran películas que sin embargo tenían fuertes afinidades con el cine de no-ficción. Una estaba basada en un libro llamado Cooper’s Creek (1963), que cuenta la historia de los exploradores que atravesaron Australia a principios del siglo XIX, desde Melbourne, creo, hasta el Mar de Arafoera, en la Costa Norte de Australia. Éste es el magnífico relato de su intento por lograrlo. Ahí estaban estos europeos completamente mal preparados e incapaces de relacionarse con un paisaje que no les era familiar. Iba a ser una película acerca del contacto entre estos aventureros que querían cruzar el continente y la población indígena que se sentía, por supuesto, completamente en casa en este increíble ambiente. Lo que me interesaba eran estos encuentros que tenían durante ese intento fatídico y trágico por hacer algo que no tenían esperanzas de lograr. Era la observación al interior de las relaciones que tuvieron con los indígenas, el pueblo aborigen de Australia, danzando a su alrededor mientras trataban de jalar una carreta con bueyes a través de Australia.

También iba a hacer una película sobre una ejecución en una isla francesa cerca de Nueva Escocia. Un hombre había matado a su acompañante durante una borrachera en Año Nuevo a finales del siglo XIX y confesó su delito. Finalmente fue decapitado por las razones dictadas por una justicia impuesta desde París, debido a que la isla estaba bajo la jurisdicción de Francia. La justicia francesa requería que fuera ejecutado en la guillotina. Es un relato maravilloso.

Luego hubo otro proyecto que quise hacer que es una historia de John Coetzee, el escritor sudafricano que escribió un libro llamado Waiting for the Barbarians (1982). Es una historia maravillosa sobre un puesto de avanzada ubicado en un tiempo imaginario en la frontera entre la civilización y los bárbaros, gente que vivía más allá de la esfera de la civilización. De hecho llegué a conseguir un productor que lo financiara. Nos encontrábamos construyendo la escenografía para filmar interiores en Marruecos, cuando el agente de uno de los principales actores nos dijo que su cliente tenía que retirarse del proyecto debido a que su esposa podía quedarse con todo su dinero en un divorcio. El actor era Tommy Lee Jones, de quien éramos amigos porque ambos habíamos estudiado en Harvard. Nunca firmamos un contrato. Tommy Lee Jones sólo me dio la mano y dijo que vendría a hacer el trabajo. Bien, cuando su abogado llamó diciendo que no podía, este inmenso castillo de naipes se desplomó. Así que nunca lo hice y es algo que lamento. Hubo una que otra situación como ésta, pero no, en general no hay mucho de lo que me arrepienta.

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C.F.
¿Quisiera hacer algún comentario final?, ¿hay algo que quisiera agregar?

R.G.
Quisiera pedirte a ti, a Julia y a Antonio que pongan sus mejores esfuerzos y talentos en ser observadores del mundo en que vivimos y en hacer cosas que puedan inspirar e instruir, en los términos más poéticos posibles, para encontrar soluciones a las muchas dificultades en que estamos, en que está la humanidad. No me refiero a la economía mexicana o a la política norteamericana. Me refiero a las cosas que afectan a la gente en su lucha por sobrevivir. Haciendo buenas películas, tienen que encontrar formas de expresar la necesidad de ayudar a la gente.

Pocos festivales de cine en mi larga trayectoria en eventos de este tipo me han dejado tan entusiasmado o tan seguro de que el futuro del cine de no-ficción se encuentra en manos de jóvenes inspirados e inteligentes. Quisiera recordar que Margaret Mead una vez sugirió que no debemos subestimar la posibilidad de que un pequeño grupo de jóvenes inspirados puedan cambiar el mundo. Espero que mi encuentro con gente como ustedes aquí en México demuestre que ella tenía razón.


* Carlos Flores y Antonio Zirión son antropólogos visuales que trabajan en México, ambos egresados del Granada Centre for Visual Anthropology (GCVA) de la Universidad de Manchester. Julia Yezbick, también egresada del GCVA, registró en video esta entrevista y contribuyó a la conversación con una pregunta muy importante.

 

 

 



 

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