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"Voces de la Guerrero" del colectivo Homovidens

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"Voces de la Guerrero" del colectivo Homovidens
Texto de Jorge Ayala Blanco
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collage_fotos_voces"Voces de la Guerrero"

Realizado por Adrián Arce, Diego Rivera, Antonio Zirión y la banda callejera de la colonia Guerrero

México, 2004, 52 minutos.

Primeras Jornadas de Antropología Visual, 2005.

Este documental muestra algunos resultados y experiencias de un taller de fotografía y video impartido a un grupo de chavos callejeros que habitan en las calles de la colonia Guerrero, en el centro de la Ciudad de México. Además de ser los personajes centrales de esta película, estos chavos son, en buena medida, también sus relizadores.

Comentario de Jorge Ayala Blanco.


La filmobanda chida∗

por Jorge Ayala Blanco

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En el documental–experimento social Voces de la Guerrero del comunicador peruano–mexicano Adrián Arce, el productor de medios audiovisuales también mexicano aunque parcialmente formado en otros países Diego Rivera y el etnólogo y antropólogo visual mexicano Antonio Zirión —otros videofilmes del equipo: Chido mi banda, chido mi barrio, 2002; De la Merced a Chalma, 2003—, con guión conjunto y montaje de los dos primeros, funge como codirectora la banda callejera de la colonia Guerrero, sólo nominal, perentoria y efímera, inexistente como tal, formada por muchachos marginales que viven en la calle dentro de ese barrio bravo y chido de la Ciudad de México. Como trabajo social comunitario, el experimento consiste en adiestrar a los chavos banda en el manejo de una cámara de video que luego se les proporcionará para que filmen lo que más les interesa o sencillamente les llame la atención dentro de su ámbito callejero. El videofilme resultante tendrá la apasionante oportunidad de mostrar a esos chavos violentos e ignorantes filmando por todos lados lo que se les ocurre, tanto como aquello que filman de la manera más azarosa.

Mucho más, muchísimo más, que un documental tradicional «sobre los resultados y experiencias de un taller de fotografía y video impartido a un grupo de chavos callejeros en la ciudad más grande del mundo», en el cual, «además de ser los personajes centrales, esos chavos son, en gran medida, también los realizadores», tal como definen sus propios directores la especificidad de la cinta a guisa de prólogo al interior de ella, premiada con el Premio José Rovirosa, otorgado por la UNAM al mejor documental en 2004. El decir y lo dicho por el mismo precio. La factura y el producto en un sólo impulso, al interior del cine como una forma de participación social y rehabilitación–reintegración de los seres marginales. Lo más elaborado, abstracto y sofisticado va a coexistir al mismo nivel con lo más básico, abrupto y concreto. O dicho de otro modo menos positivo y alentador, Voces de la Guerrero se dedica a mironear mirones, a voyeurizar voyeuristas, pues ¿para que toque de a menos el voyeurismo, o para que se multiplique? durante casi una hora. Ante la imposibilidad de combatir individualmente en forma eficaz el fenómeno de la migración, y ante el conformismo académico de simplemente estudiarlo, sin posibilidad alguna de aportar soluciones estructurales viables, ni de intervenir realmente en ellas, surge una forma de activismo fílmico, dotador de testimonios candentes desde el interior y desde la palpitante superficie genuina, proveedor de productos emocional y estéticamente válidos. Un activismo nada caritativo y menos ingenuo o vampirizador, o incoherente y vil que el del largometraje documental Niños de la calle de Eva Aridjis (2003), porque la tripleta Arce–Zirión–Rivera se aboca, ante todo, a desmitificar y por ende a exhibir el papel supuestamente sagrado e imparcial de quien ve y filma. Surge un nuevo tipo herético de cine directo que se plantea una distancia enorme, abismal, entre filmadores y filmados, expuestos, cuestionados, e impidiendo a ambos el habitual recurso de abismarse.

¿Y si al Jaibo, al Pedro y al Ojitos les hubieran proporcionado cámaras de cine para que se filmaran filmando su entorno de manera hierática, y ya no paternalista, truculenta, miserabilista y sermoneadora? Sujeto participante en el drama, ya no objeto pasivo de la ficción. Pero, ¿de todos modos Jaibo, Pedro u Ojitos te llamas en la corte de los milagros? A final de cuentas, en primera y en última instancia ¿qué es lo que filman los chavos de la Guerrero? ¿Qué llama tan poderosa e irresistiblemente su atención? ¿Qué consideran digno de ser registrado, conservado y eternizado? La mirada en torno suyo, los seres embotados y las criaturas monstruosas que pueblan su inframundo, los indigentes y chemos como ellos que los rodean, o ellos mismos vueltos objetos, en avanzado o sumo grado de descomposición física y mental. Su abandono es gregario, ni modo, y asimismo su horizonte.

Más allá del sensacionalismo a lo cine popular tipo Pandilleros–Olor a muerte 2 de Ismael Rodríguez hijo (1990) y de cualquier forma de complacencia espontánea, por encima de todo rollo explícito/implícito y cualquier examen–investigación de quiénes son hoy Los Olvidados (Luis Buñuel, 1950) en El camino de la vida (Alfonso Corona Blake, 1956) o Los hijos de la calle (Roberto Rodríguez, 1950) en su auténtica vida diaria y qué relación guardan con la droga —pegamento/activo, mariguana/mota, piedra/crack— y demás, lo que hemos de contemplar en la pantalla será un ensayo de creación colectiva en barrios de la soledad y la indefensión absolutas, desde el punto de vista y el habla de ojos con voz propia que han dejado de ser anónimos. En el rincón menos pensado y en la esquina más expuesta, empezando por la entrada a la estación del Metro Guerrero, cual torre–minarete siempre erecta, centro neurálgico y eje de toda acción en ese hervidero humano, donde nos recibe micrófono en mano un mozo mohoso bajo el logo de la estación, entre desvariante y animado «Compartimos el mismo piso, la misma calle, la misma droga, pero eso de la droga vamos a dejarlo punto y aparte».

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La cinta se estructura haciendo la selección de los mejores instantes e incidentes registrados, los agrupa siguiendo un cierto orden cronológico —de mayo a agosto del mismo año—, construye una decena de segmentos más que secuenciales, prácticamente autónomos, de diversa duración y naturaleza —introducidas por letreros en negro con la fecha escalonada—, los disemina y, sorpresiva cuan paulatinamente, el todo se aglutina en torno a la hirsuta figura chamagosa del chavo de 19 años sin hogar Abraham, mejor conocido como el Gordo, pícaro inasible, tan entusiasta como a veces lamentable, a un tiempo Virgilio y Dante del fabuloso e imprevisto descenso a sus propios infiernos.

En “Tomas libres por el barrio” se presentan algunos personajes y se realizan los primeros ejercicios con una videocámara que acabará extraviada. Barridos incoherentes sobre indigentes tirados en el pavimento, raterillos que pasan cargando bultos sospechosos, amigotes que se intrigan por la nueva actividad del cuate mandándolo por un tubo «Vete a la verga, Gordo» o burlándose despiadadamente ante los instructores «No puede ver porque tiene un ojo chueco», el tortillero sorprendido en su sonriente labor, la chava que se niega a hablar de cómo le va con su nuevo galán que le da a fumar crack «mejor piedras», las tentativas iniciales del greñudo Abraham por narrar lo que sucede ante el pequeño micrófono frente al hotelucho de paso «Nos estamos acercando al Hotel Moctezuma», la loquita desharrapada intentando taparse para no salir «No te escondas Changoleona» y todo concluye perentoriamente «en lo que conseguíamos otra cámara de video» para sustituir a la que de pronto se esfuma.

En “Ejercicios de foto fija” se utiliza como sucedánea una cámara polaroid que llama la atención por su inmediatez poco sofisticada. Varios alejamientos para mejor retratar al espantajo Furcio, que manotea junto a su destripado sillón amarillo en plena vía pública entre cercas verdes, el Chucky aprende a encuadrar, cruce del Metro visto desde el andén, colección de instantáneas dispersas, duelos de cámaras frente a frente, puestos de comida y ropa, empleados en su trabajo, repentina devoción casi religiosa de Abraham hacia una escultura de arte callejero gestual a base de muñecos mutilados y hierros retorcidos «Una gran obra, mis respetos», el Monaguillo con mano chigorreta, boletos en la taquilla de una voluptuosa carpa de Rodeo Americano, también cámaras desechables destinadas a ser pisoteadas, espontáneas palabras insólitas del héroe a pesar suyo «Quiero salir adelante, para hacer lo que yo quiero», imposible distinguir quién tomó cada foto, big close–up de un gotero para calentar el crack, casuchas improvisadas con mantas de plástico. Retrato es relato en un trabajo de campo docu–ficcional que nada tiene que ver con la incorporación patética de los niños de la calle a una ficción previa, de armónica manera brillante como en La vendedora de rosas del colombiano Víctor Gaviria (1998) o cayendo en la explotación bastarda tipo De la calle de Gerardo Tort (2001).

En “El cine” se rinde homenaje de igual a igual a la tremebunda cinta neonaturalista brasileña Ciudad de Dios (Fernando Meirelles y Katia Lund, 2002), vista en el cine a iniciativa expresa de los directores «Nos invitaron a la Cineteca». Testeria patética y confusa del drogo mexicano que desvaría, primero presumiendo su presunta nueva condición social ante los amigos con quienes se topa «Ya no me drogo con activo, ahora casi pura cocaína», luego sintiéndose el protagonista sudamericano que asalta a mano armada un camión repartidor de gas en la periferia de Río de Janeiro para regalar generosamente tanques de combustible a los habitantes de una favela, y llegando a robarse un garrafón de agua Electropura, y salir corriendo con él a cuestas por las calles. Empatía fílmica, proyección sentimental, desposesión propia y carencia de individual en el límite; todo para acabar madreado feamente y con la cabeza partida a palos —que enseña a cámara— por querer llegarle otra vez a la chava que lo dejó por un violento traficante despiadado «Quiero y no puedo, dejarte de amar», canturrea aun moralmente dolido, irresponsable, sin escarmentar.

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En “Los chemos” se describe el extraño encuentro casi catequístico de Abraham reclutando chemos de un barrio vecino, todos sentados en una escalinata e identificándose de cara a las lentes, para formar una filmobanda chida, porque él sí sabe cómo llegarles y puede aseverar si le exigen pruebas «¿Tienes pruebas? —Sí, una video, una cámara y un micrófono». El principio de afirmación y seguridad personal, edificación de la mirada más que producto de la mirada edificante ¿será comunal o no será?

En “Llamada al Presidente Fox” se presenta el gran momento irreverente, fresco e hilarante del documental, su justificación ideológica en caso de que la necesitara. Como en el precursor arranque nuevaolero de Ascensor para el cadalso (Louis Malle, 1958), Abraham está en close–up con un teléfono celular en la mano dentro de las inmediaciones del Metro Guerrero y de ahí no se sale, parloteando hacia nosotros y hacia el aparato; pero en vez de una improvisación literario–erótica de la joven Jean Moreau en el teléfono público, una improvisación de la mejor cepa realista–satírica «Vamos a hacerle una llamada al presidente Fox, a ver de qué modo nos puede ayudar, no con pinches tamales, ¡con unos tamales, no mames!, queremos una casa, cobijas, comida, transportes, hospital, y si no, tenemos confianza para decirle que se vaya a...».

En “El hogar” las cámaras irrumpen en el espacio cerrado y desvencijado de una delegación policial abandonada con todos los refugiados pululantes y los sueños inmediatos que pueden alojarse en esa posibilidad de albergue potencial, anhelo de casa, o residencia, o campamento, o más sencilla y entrañablemente un hogar «No nada más un escondite: donde podamos estar», Iván y otros menesterosos salen aún adormilados al encuentro de los visitantes que avanzan entre cartones y ruinas objetales o humanas rumbo a un llamado patio encristalado y con vista a los puestos de la calle donde una oronda marchante vendechanclas pone en irrisión todas sus pretensiones «Pero ni se bañan». Surgen peleas en el background, los niños ensoñadores de un centro de ayuda demuestran contar ya con el apoyo del bolero y el taquero «La gente no nos molesta».

En “El Metro y sus personajes” se muestran los resultados de la primera de las dos crónicas–ensayo formales que los chicos eligieron como temas–materias para los ejercicios finales del taller, y que fueron realizados por Abraham, el Monaguillo y sus asistentes–seguidores. El Metro porque, espetan a la cámara, «debía dejar de estar prohibido el ambulantaje...». El Metro como inagotable fuente de vida. El Metro para plantar un tripié y hacer pixilaciones de la gente que baja o sube a los vagones anaranjados cual pulsión irrefrenable y cadencia pulsativa. El Metro y su fauna de ambulantes sacando para sus necesidades por la libre, como la chava vendedora de baratijas piratas que oculta en bolsa de plástico–camuflaje, el faquir que se acuesta en vidrios rotos al que se debe perseguir y acorralar en buenaonda hasta el fondo del vagón, los curiosos niños acordeonistas de lengua indígena, o Carlos el hosco pordiosero ciego mamonazo con desconfiado bastón antidespreciobuñueliano, todos sin distinción hostilizados por los vigilantes, a quienes Abraham les permite el recurso de la autojustificación «En ningún momento se les golpea, sólo se les invita a retirarse, se les convence, salvo los que se agitan demasiado», hasta culminar en el reflejo impresionista de los usuarios en las puertas encristaladas que avanzan por el túnel. Jamás el pintoresquismo abyecto, sino el pintoresquismo al revés y desde adentro, la diversidad en crudo «Apenas saco para comer, zapatos y aseo personal», la respuesta obvia al entrevistador–provocador poniendo vocablos en la boca por falta de malicia profesional o amateur «¿Crees que el gobierno sea un hijo de la chingada, una cabrón?, —Sííí».

En “La pobreza y los maltratos” se toca la cima del ensayo psicosociológico, aunque jamás con voluntad denunciatoria. Los chemos hablan en primera persona de su condición de pobreza y cómo la viven, comenzando por el pequeño esperpento indomable y deslenguado con visera ladeada junto a la estación «A veces siento coraje, envidia ¿no?, que te quieran ver más abajo, por el simple hecho de que estás mugroso, sin saber que tú y yo, o ése, somos personas, somos los mismos cabrones ¿no?». En las inmediaciones de la Iglesia del Inmaculado Corazón de María, con esbeltas torres gemelas seudogóticas se acorrala a Felipe el Correcaminos siempre golpeado «No nos quieren, yo quisiera tener trabajo» y a quien Abraham abraza apapachoso porque le sale del alma al tiempo que se entrevista a sí mismo «Yo quisiera tener trabajo, tener amistades, no tener malos enemigos, portarme ya chido, dejar un poquito el activo ¿no?», luego persigue materialmente al mendigo que se cabrea escurridizo, a la balbuciente anciana chimuela, los limpiaparabrisas, el Sonrics y el Mayinbú, a la guaposa prostidesmadrosa Allison que, en ocasiones, la hace pasando como buena teibolera, pero con fe en sus cuates «Son más los de la calle que los de casa, mi banda son ellos» agasajándolos con una vueltecita cual estrellota de Un mundo raro (Casas, 2001), a Olivares el escupefuego Olivachas, que no tiene ni para comprar el material adecuado —diesel, garrafón—, para no quemarse el hocico pero filosofa a las primeras «La pobreza está dura, está de la chingada esto» y culmina con el Poeta que ni pela a la cámara por estar pescando monedas en una coladera cual ausente criatura ensimismada del irlandés Samuel Becket que se ignora a sí misma permitiendo un disculpativo cierre contundente de Abraham explicando lo sucedido «No estamos debrallando, simplemente estamos mezclando cosas con cosas».

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En “La fiesta del bebé” ya estamos en la primera conclusión meses después. El Abraham menos gordo que su apodo ha recuperado a su amada Nancy y pide ayuda a los cineastas–trabajadores sociales para festejar con un pastel comunal el primer mes de nacido del hijo que tuvo ella con el abandonador galán dealer, pero ahora suyo. Fiestón al aire libre tipo Los hojalateros (Víctor Manuel Castro, 1990), con coro de opiniones y mejores deseos de los invitados Omar o el Ratita hacia la cámara «Se siente culero andar en la calle», «que no sea como nosotros», «que ahora respeten al bebé», mientras los dichosos padres auxilian a las manitas del chamaquito a intentar el corte inicial de su pastel de merengue puro.

En “La banda callejera de la Guerrero” se destina una lamentosa canción–letanía chema, entonada por su propio orgulloso autor anónimo, a guisa de segunda conclusión, ante la infaltable entrada de la estación Guerrero desde donde se divisa inclemente el veloz tránsito citadino, ambos a la vez impersonales y familiares «Siempre todo me ha salido mal, siempre contra la corriente, siempre he sido un perdedor. Cha la lá, cha la rá. Nada más».


Sin duda excesiva en sus contenidos y con un montaje por tramos demasiado apretados, pero también sin proponérselo, la cinta se va volviendo ficción, e incluso ficción anecdótica, al narrar, así sea a saltos, de manera oblicua y como de rebote, la historia de Abraham, su evolución, su infinita delicadeza —¿de gato escaldado?—, su tenacidad existencial por no dejarse vencer por la realidad más injusta, su lucha vital cual «duro deseo de durar» (René Char), su rehabilitación de paria, su sueño consumado de hombre ridículo dostoievskiano, su transformación paulatina y a la vista: desde el patético deterioro repelente del inicio hasta la tierna obsequiosidad paternal en la primera conclusión, respaldado por la suegra como porrista llena de optimismo: «Échale ganas, Gordo, ayudando a mi hija». Durante el desarrollo del proyecto y gracias al aprendizaje del manejo de la videofotografía, se ha transformado, como lo serán después los hijos de prostitutas de la zona rosa de Calcuta, ávidos de salir de su estigmatizada condición merced a un taller de foto en Nacidos en el burdel de Zana Briski y Ross Kaufman (2004), aunque por supuesto sin ayudar a obtener ningún Oscar edificante y gringoredentorista a la mejor película documental. Una feliz historia de cine como instrumento redentor de sí mismo. Una distante historia indirecta pero delante y detrás de la cámara, en acto y en elipsis oceánicas, a la Godard: ¿Tienen los bandosos chavos de la calle desde su otredad el derecho a hacer su Elogio de amor (Godard, 2001) y a dejar oír su música interna como si fuera Nuestra música? (Godard, 2004). Una historia inmersa en lo cotidiano que vemos y nadie registra. Una historia de lo absurdo grotesco a lo absurdo sublime, de ida y vuelta, sin cesar, como falsa identificación de contrarios. Una historia de la indigencia extrema, no sobre la degradación, sino sobre la sabiduría inaudible e ignota de las calles. Una historia que obliga a observar y escuchar con atención encrespada lo inmanente límite cual se tratase de estudios de ejecución trascendental.

A partir de estas insilenciables Voces de la Guerrero que, dotadas de instrumentos de expresión visual, pero aún despojadas del derecho a decidir sobre el destino y el sentido de sus propias imágenes dentro de una edición externa a ellos —¿moralista, patrocinadora?—, se abren nuevas posibilidades a las formas genéricamente híbridas de ficción y realidad, ¿alguna buena propuesta teórica para el documental hierático? Sin voz off adicional, sin comentarios, sin entrevistas. Lo contrario de un cine–reportaje rutinario o del rollo militante con ilustraciones contrapuestas. Una estructura en busca de otra estructura, diría Pasolini, pero sólo para desbordarlas ampliamente a las dos.

 

Texto publicado en el libro "La Herética del cine mexicano" de Jorge Ayala Blanco, Editorial Océano, México, 2006.

 

 

 


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