"Corte de caja" de Francisco Mata Rosas

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Las V Jornadas de Antropología Visual tienen el honor de presentar la exposición Corte de caja del fotógrafo Francisco Mata Rosas. Esta exposición forma parte de las actividades con las que en 2009 celebramos cinco años de promover el uso creativo de los medios audiovisuales a partir de la antropología, las ciencias sociales y las humanidades.

 

 

 

 

 

 

 


Francisco Mata: 25 años reinventando lo cotidiano

Corte de caja es una selección de fotos representativas de los primeros 25 años de trayectoria profesional de Mata Rosas. Estas imágenes nos ofrecen un repertorio de escenas -tan cotidianas como extraordinarias- que ocurren en las calles y lugares públicos de distintas ciudades. Se trata de una serie de crónicas visuales que se entrelazan y nos narran una nueva historia, donde la ironía y la contradicción son los principales ingredientes poéticos.

La mirada de Mata no es meramente contemplativa, mucho menos pretende simplemente atestiguar hechos y registrar la realidad. En cada foto reinterpreta libre y creativamente el mundo que encuentra a su paso, pero sin perder nunca la perspectiva y el carácter documental. En su trabajo queda claro que observar no lo es todo, es evidente la importancia de participar y asumirse parte de la escena que captura. Su cámara no es testigo sino cómplice, lanza una mirada que refleja a la vez que es reflejada; se coloca en la intersección de distintos puntos de vista y propicia un nuevo cruce de miradas. Al mismo tiempo, sus fotografías nos transmiten la sensación de estar ahí, nos transportan momentáneamente al lugar de la toma, nos hacen vivir la calle, no solamente observarla, sino escucharla, olerla y sentirla; provocan una experiencia multisensorial. Su obra consigue un equilibrio entre apreciación estética y compromiso ético, concilia el gusto por mirar con el impulso por documentar. Por todo esto, consideramos que las fotografías de Francisco Mata poseen un gran valor antropológico.

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Cabe mencionar que ésta no es una muestra retrospectiva convencional. En Corte de caja las fotografías no se presentan en orden cronológico, ni temático, ni estilístico. En este arreglo, propuesto por el mismo autor, se trata de que las imágenes dialoguen entre sí de una manera distinta, sorprendiéndonos por sus coincidencias formales o relaciones conceptuales inesperadas. Más allá de su sentido original como parte de una serie, esta muestra ensaya una combinación de imágenes diferente, en la que cada una adquiere significados diversos y es susceptible de múltiples lecturas. Como lo sugiere el título, este “corte de caja” no es más que una breve pausa en un camino que sin duda continuará, como hasta ahora, redescubriendo la calle y los espacios públicos, desentrañando las culturas contemporáneas y reinventando lo cotidiano.

Corte de caja se presenta, en primera instancia, durante el mes de septiembre en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, en el marco del programa FOTOSEPTIEMBRE 2009. Después adquiere carácter itinerante y se exhibe en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México durante el mes de octubre, y en la Universidad del Claustro de Sor Juana en noviembre y diciembre de este mismo año.

Queremos expresar nuestro agradecimiento a Francisco Mata Rosas por su amable colaboración con las Jornadas de Antropología Visual y por permitirnos compartir su obra. También agradecemos cordialmente a los escritores Sandra Lorenzano Schifrin y Fabrizio Mejía Madrid por contribuir con su pluma a enriquecer este catálogo, así como el invaluable apoyo de las instituciones participantes, principalmente la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, la Universidad del Claustro de Sor Juana, la Escuela Nacional de Antropología e Historia y el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, a través del Programa de Fomento y Coinversiones Culturales 2009.

Antonio Zirión.

 

 

 

 


Haz click aquí para ver el catálogo de la exposición "Corte de caja"

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Los inventarios de la calle, por Fabrizio Mejía Madrid

De adolescente, allá en los inicios de los años setenta, Francisco Mata dividía su vida entre la escuela y la imprenta de su padre. Pero ninguna de esos dos puntos era lo que le atraía. En cambio, lo subyugaba el trayecto. Rumbo a la escuela, la secundaria 102, en Doctor Márquez y lo que después se llamaría el Eje Central, Francisco Mata pasaba por la colonia Obrera, donde el espectáculo de lo popular ---la mentira más verdadera de la ciudad de México--- era la propia banqueta. La casa paterna estaba justo entre dos tipos de ciudad: la Narvarte, de clase media, y la Buenos Aires, el barrio de tráfico de piezas de automóviles robados. Lo suyo no era la escuela: a la secundaria 102 iban los rechazados de las demás y uno de sus compañeros, años más tarde, sería un secuestrador quien, tras las rejas, diría: “No lo hice por dinero, sino por la adrenalina”. Tampoco estaba hecho para la imprenta, negocio familiar, salvo porque ahí tomó por primera vez una cámara fotográfica.

---Odiaba ensuciarme por dentro las uñas ---explica ahora, cuarenta años más tarde, con una cerveza en la mano. Es una tarde de sol y amenazas de tempestad, como la de todos los veranos en esta ciudad---Y, mírame ahora: me la paso en las imprentas checando todo cada vez que saco un libro.

El_cetroA los doce años, en su última carta a los Santos Reyes, Francisco les había pedido una Polaroid. Sólo les alcanzó para una Instamatic 104. Pero no importó. Fue la única cosa que pudo anclar sus indecisiones vocacionales: en 1975, ahora rumbo a la Preparatoria 8, se quedaba en el trayecto para aprender guitarra. En esa época todo mundo quería ser rockero, como Javier Batiz. Terminó reprobado y en el Colegio de Bachilleres 4, en Culhuacán. Debió extrañarle el hecho de que ahí hubiera pastizales y vacas, a pesar de que era, también, parte de la ciudad de México. Lo vería con mayor claridad en la Universidad Autónoma Metropolitana en Xochimilco, donde todavía el campus era un campo. Estudiaba ahora diseño y, al mismo tiempo, periodismo en la UNAM. Pero su verdadera intención era ser escritor.

---Mis fotos son crónicas urbanas, nada más que sin faltas de ortografía ---dice y pide otra antes de que nos llueva sobre el patio de fumadores.

Las vocaciones varían en su cabeza todo el tiempo ---hasta economista pensó en ser--- pero el ancla es la cámara. En 1984, a los 26 años, tiene su primera exposición de fotos, en el Club de Fotógrafos de México, y en 1985 comienza a publicar en el entonces nuevo diario La Jornada. Es el terremoto lo que convirtió a los fotógrafos en fotoperiodistas.

---En los días del terremoto de la ciudad de México andaba Andrés Garay sin saber a dónde ir a tomar fotos. Se le ocurrió una idea que en cualquier otro lugar del planeta era genial: seguir a una ambulancia para ir a fotografiar el desastre. Garay sigue a la primera que ve y la sigue y van por el rumbo del Mercado de Jamaica. Y que se para la ambulancia y que se bajan los camilleros muy apresurados y que se meten al mercado. Garay se estaciona, saca su cámara y corre al lugar de los hechos. Busca con la mirada a los camilleros y están sentados en un puesto echándose un plato de birria ---se carcajea Mata y todavía no le traen su cerveza.

Un puñado de fotógrafos forjan sus estilos durante los años que van del terremoto de 1985 al levantamiento indígena en Chiapas de 1994. En casi una década, de Pedro Valtierra (1955) a Ulises Castellanos (1968), se comienza a hablar de Nuevo Fotoperiodismo Mexicano, así con mayúsculas, porque todavía las minúsculas no les arrebataban aún su prestigio. Son los años de la sociedad civil: los rescatistas del temblor serán los apoyadores de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988, los animadores del boom de las organizaciones civiles en los años noventa que empujaron las elecciones limpias, y hasta los manifestantes que detuvieron, en una semana, los bombardeos federales contra el EZLN de Chiapas, en los primeros días del entretenido 1994. Contaban con un diario, La Jornada, que le daba espacio a las secuencias fotográficas, que le daba crédito ---gracias a la inteligencia visual de su diseñador, Vicente Rojo--- a los autores, y que permitió a sus lectores ubicar, por primera vez en muchas décadas, estilos, miradas, encuadres, obsesiones, a la vez que informaba. En La Jornada y con un país en constantes batallas por la democratización, los fotógrafos pudieron encuadrar a la sociedad como personaje, igual que, en el año que nació Francisco Mata, 1958, Héctor García y Rodrigo Moya registraron la primera disidencia de la sociedad civil ante el Partido Único: las protestas pacíficas de maestros y ferrocarrileros justo debajo del sagrado Monumento a la Revolución, la que, gorda y corrupta, usaba al ejército contra los ciudadanos. La diferencia, en 1985, casi treinta años después de Moya y García, era que, ahora, sí se publicaban. El ciudadano común volvió a ser un personaje de los diarios, como lo había sido con Nacho López en los cincuentas. Antes del Nuevo Fotoperiodismo Mexicano los fotografiados eran políticos, ricos en eventos sociales o famosos del espectáculo. Las posibilidades de que un ciudadano común apareciera fotografiado se reducían a una sección de los periódicos: la nota roja. Antes de esa generación de fotógrafos, nacidos entre los años cincuenta y los sesentas, un ciudadano fotografiado era un muerto o un criminal. Ahora, en 2009, en que hemos vuelto al mismo esquema, Francisco Mata bromea (pero no tanto) sobre el asunto:

---A los actos de los políticos sólo podías ir de traje y ninguno de nosotros tenía uno. Éramos de La Jornada, digo. Así que no nos dejaban entrar a los actos oficiales. Entonces fotografiábamos a la gente afuera, con sus protestas, o a los políticos ya en la banqueta, subiéndose a sus coches, protegidos por sus guaruras. Todo empezó porque nadie sabía hacerse el nudo de la corbata.

Fue una generación, la del Nuevo Fotoperiodismo Mexicano, que lo registró todo: las marchas de protesta, las huelgas universitarias, los fraudes electorales, los políticos nerviosos o en posturas comprometidas, lo ridículo del poder, lo épico de la gente, los inicios de países imaginarios y ningún desenlace, porque no hubo. En esos años, de 1985 a 1994, el país se encuadró de distintas formas a sí mismo pero la foto siempre se veló. Esperábamos resolver las desigualdades, refundar la idea de pertenencia, crear la de ciudadanos, y sólo pudimos contar los votos. Vimos pasar genialidades ---de la sociedad civil urbana a la indígena que se autogobernaba, a la resistencia como un tipo de creatividad visual y literaria--- que se esfumaban en años, luego en meses, luego en días. Quedaron las encuestas, la publicidad mediática, los conteos de salida. La utopía mexicana ---que sugiere la vana idea de que a los demás les importan los otros--- sufriría una interrupción ---optimismo adjudicable sólo al autor de este texto--- tras el fin, multitudinario y triste, del EZLN en la ciudad de México, ca. 2001, y las represiones brutales a las resistencias en Cancún, San Salvador Atenco, Oaxaca, los linchamientos televisados, la lucha contra un enemigo que ya no es la pobreza sino “el crimen organizado”.

Los fotógrafos de esa novela con un inicio en cada capítulo ---en esa década México fue, sin bromas, Si una noche de invierno un viajero, de Ítalo Calvino--- crearon una mirada a lo público. Cuando lo político fracasa, se congela en lo artístico, como la Revolución mexicana en el muralismo. Francisco Mata, fiel a sus paseos entre Narvarte, de clase media, la “criminalizada” Buenos Aires, y los pastizales josemaríavelasquianos dentro de la misma ciudad, configuró, a base de encuadres, una mirada sobre el país en cuatro fotos que todo mundo tiene en la cabeza: la muerte saliendo del Metro, el niño pobre con la máscara de Carlos Salinas de Gortari, el gordo en la alberca del balneario, y el tameme cargando sus bultos justo abajo del monumento a La Raza. Con ellas se puede hacer el inventario de la mirada de Mata en sus 25 años de fotógrafo: el espectáculo de la calle, de ese espacio exterior donde toda imagen es una anomalía y toda anomalía, un síntoma. No importa que ande con cámaras de plástico por las playas ---“en el cascarón del país”, dice y ya llegó su chela--- con Eniac Martínez, en lo que sucede con lo místico fuera de los templos, en las carreteras fotografiando animales muertos ---“naturaleza bien muerta”, pienso--- o vivos, o en La Habana Vieja, en Buenos Aires, en Río de Janeiro, o en el barrio de Tepito. Mata Rosas ---sus dos apellidos lo hacen un asesino de lo cursi--- es un marco visual que proviene de caminar y saber mirar la ciudad de México. Son imágenes en movimiento y, a veces, partidas o panorámicas para que el espectador haga el recorrido, descifre, y no sólo vea pasivamente. Es ese bullicio, el vértigo de lo que pasa ante la lente.

---Traigo la calle aquí ---dice y se señala la frente como si la estuviera sellando, para siempre.

La trae ahí pero sin glorificarla, con el desdén de los peatones, que la registra pero también se burla un poco de ella. Que la convierte en forma pero sin dejar de hacer un comentario desmitificador. A Mata le interesa lo de siempre ---ni la escuela ni la imprenta---, pero, además, se queda dando vueltas en su propio trayecto, burlándose un poco de todo, guardando el caos para la reproducción del instante. Es ese vértigo, el bullicio que pasa ante nuestros ojos.

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Corte de caja: una celebración, por Sandra Lorenzano

"Quisiera finalizar con estas palabras de Diane Arbus: "si se observa la realidad desde bastante cerca...la realidad se vuelve fantástica". Entendamos este calificativo de una manera ambigua: como fascinante y como fantasiosa, esto último desde luego, es agregado mío.

 

Las fotos de Francisco Mata Rosas nos enseñan a mirar nuestra fantástica realidad. Nos enseñan a conocerla. Comparten con nosotros las claves para saber que lo fascinante está a la vuelta de la esquina. Su lente lo capta y nos lo entrega con complicidad y desafío. Y esas imágenes son ya, sin duda, parte de nuestra memoria. Nos develan un rostro que, como en el espejo negro de la historia, es también siempre el nuestro. Nos muestran lo que vemos todos los días sin mirarlo, pero también aquello extraordinario que apenas percibimos porque – hay que decirlo – casi todo lo que aparece en las calles de esta ciudad “posapocalíptica” se sale de lo común: una manta con la virgen de Guadalupe colgada en la mitad de la nada, o la torre de más de cincuenta sombreros que alguien carga en el hombro, o el danzante que frente al Sagrario Metropolitano se sumerge en el humo del copal, o el niño que lleva en su mirada toda nuestra historia de derrotas y en la cabeza una máscara de Carlos Salinas.

Salinitas

El caos urbano se vuelve inteligible a través de sus fotografías. Nuestro horror: entrañable. El fakir, el Cristo de Iztapalapa, las calaveras con que homenajeamos a los muertos de SIDA. O las multitudes que apiñan sus ganas de pasarla bien a pesar de todo, o el amor y el desconsuelo que se dan la mano (o la espalda) en el metro. Nuestros “rituales del caos”. Está todo en las imágenes de Francisco Mata. Estamos todos. Y el sentido del humor, que no siempre es voluntario, nos devuelve algo así como una esperanza en este mundo en blanco y negro. O a veces sólo negro. Negrísimo.

“Corte de caja” es la celebración por 25 años de mirar atentamente, cómplicemente (¿se valdrá este adverbio?), un mundo que es el nuestro. Con nuestros colores y nuestros desasosiegos. Con la sorpresa que aparece en cualquier calle y que – imagino – dispara a la vez la pupila y la cámara de Francisco. Por eso quizás al escuchar su nombre pensamos inmediatamente en esta ciudad “enorme, gris, monstruosa” de la que habla el poeta. Pero hay mucho más que “México Distrito Federal” (léase con la música de Chava Flores) en esta propuesta que abreva tanto en los mejores fotógrafos del mundo – pienso en Eugene Smith o en Henri Cartier-Bresson - como en la riquísima y renovadora tradición mexicana: de Nacho López a los Álvarez Bravo, de Héctor García a Marco Antonio Cruz o Lourdes Grobet.

Mata Rosas ha buscado durante años hablar de un presente desgarrado, complejo, violento. Su trabajo como fotoreportero resulta imprescindible para conocer la historia reciente. Para ver de cerca los rostros de Chiapas, o de La Habana. Para saber que los cuerpos, las poses, los gestos, pueden dejar de ser el escenario de un despojo ancestral para volverse autoafirmación gozosa (por eso cada retrato es único, mientras las imágenes de Jesucristo, en cambio, se reproducen al por mayor).

Una pura insinuación, eso son estas fotos: al mostrar sugieren. Ya sea que hablen del metro o que construyan esas atractivas – y muchas veces inquietantes – instalaciones urbanas, le apuestan a un discurso estético sutil, cuidado, en el cual los diversos tonos del gris son la modulación de un lenguaje de múltiples voces, de luces y sombras infinitas.

Cuando aparece el color en sus imágenes, suele aparecer también el humor. Ése que se lee en las paredes de la ciudad, en los carteles de los negocios, en el abigarramiento que ignora los pudores y se regodea con el cuerpo a cuerpo. Y es que siempre, en estas calles, “Somos un chingo y seremos más…”. Siempre seremos más.

La propuesta de Francisco combina el documentalismo y la denuncia, la experimentación y la búsqueda estética, porque sabe que “…la fotografía tiene mucho por hacer; no sólo informando atenta a una realidad marcada por el reloj de los acontecimientos, sino también y sobre todo, por la representación de esta realidad ambigua que invita a la reflexión, por el análisis y el planteamiento creativo ya que, recordemos, la acción de ver es una acción del pensamiento”.

Celebramos con Francisco Mata Rosas y sus imágenes este cuarto de siglo de crear y revelar mundos para que cada uno pueda encontrar su verdadero rostro al mirarse en los otros.